Capítulo 2
Eran unas quince cuadras las que debían pedalear los niños pero
demoraron como si
fueran ciento veintiocho. Quizá
la carga les impidiera andar más ligero: llevaban fósforos, una gomera y una bolsa con piedras. O tal vez el indisimulable miedo tornara lento
el pedaleo aunque ellos se dieran ánimo diciendo que seguramente en la casa no habría nada.
Dejaron las bicicletas ocultas
detrás de unos
matorrales y subieron por una
pequeña loma para desde allí observar la casa. Nada parecía moverse en ella y mucho menos los ventanales que en realidad mantenían sus
postigos cerrados. Sólo la
ventana de abajo estaba a medias abierta y hasta podía observarse el detalle de un vidrio
roto (obra del viento,
seguro).
Matías Elías Díaz miró esa ventana con detenimiento y apartó
la vista ni bien pasó por
su cabeza la idea de que,
de haber alguien en la casa, seguro se asomaría por allí. Un rápido escalofrío recorrió su cuerpo y algo parecido debió ocurrir con Irene
Rene Levene, porque ésta
de pronto se aferró al brazo
de su compañero ejerciendo en él
cierta temblorosa presión. El chico, para dar y darse confianza, afirmó con despreocupado tono:
—Bah...
es un caserón abandonado.
—Sí, sí, no debe haber nada adentro -contestó su amiga-.
Lo mejor que podemos hacer es volvernos.
Matías Elías Díaz la retuvo de
la manga
obligándola a quedarse.
Caminaron agazapados hasta la casa, ocultándose de
trecho en trecho detrás de las matas de
yuyales o de los arbustos que
rodeaban al caserón. No había nada
que se moviera ni nada se escuchaba pero precisamente eso azoraba a los niños: la quietud, el
silencio, daban la
sensación de una vaga hostilidad,
como si alguien se mantuviera al acecho, vigilara.
Era una casa de dos pisos que siempre debió tener ese aspecto
de cripta, de helada bóveda de cementerio. Las hierbas brotaban entre quebraduras del piso y se adherían a las
paredes confundiéndose con
el musgo que trepaba hasta
los ventanales. Nadie hubiera podido vivir allí.
A un costado había un aljibe,seco, como pudo
comprobar Matías Elías Díaz
al dejar caer por su oscura boca una piedra que tardó varios segundos en golpear el fondo. Luego los chicos avanzaron hacia la puerta de
entrada, un ruidoso
maderamen apolillado.
Fue necesario que ambos se miraran a los ojos para poder
alargar los brazos y empujar
la puerta.
El prolongado chirrido de las
bisagras pareció,
querido lector, el grito agónico
de ¡una bestia herida!
El chico apoyó su espalda en
la puerta y gritó
con toda su alma:
—¡Papá, necesito plata para comprarme una revista!
—¡No ves que estoy trabajando!
¿Qué querés?
—Plata
para una revista.
—¿Te creíste que soy
millonario? Basta de comprar
esas revistas de porquería;
¿por qué no escuchas el noticiero
en la radio o te lustras los zapatos? ¿No te parece más divertido?
—Una
revista quiero.
—Está bien. Decíle a tu madre que te dé plata y por favor no
vuelvas a interrumpirme
que tengo que terminar
esto.
—¿Qué
es? ¿Un cuento de miedo?
—Sí, de miedo. Y de ciencia
ficción. Transcurre en el año 1990, dentro de 40 años. Cuando termine te lo doy para que lo leas.
—¿En 1990? ¿Cómo vivirá la gente en ese año?
—En realidad son dos chicos
que viven en esa época pero luego viajan en
el tiempo y retroceden al 1950. Bueno, anda. Tengo que seguir
escribiendo.
El chico salió de la habitación, haciendo chimar nuevamente la puerta. El escritor pudo continuar.
Mientras se deslizaba hacia el interior. Matías Elías Díaz pensó que dentro de la casa, en la espesa negrura que lo recibía, habría seres horribles, espantosos monstruos, aun peores que esas espeluznantes criaturas que veía en las revistas que jamás dejaba de comprarle su querido padre.
El chico salió de la habitación, haciendo chimar nuevamente la puerta. El escritor pudo continuar.
Mientras se deslizaba hacia el interior. Matías Elías Díaz pensó que dentro de la casa, en la espesa negrura que lo recibía, habría seres horribles, espantosos monstruos, aun peores que esas espeluznantes criaturas que veía en las revistas que jamás dejaba de comprarle su querido padre.
Una vez adentro, encendió un tembloroso fósforo que al
iluminar hizo que las
sombras se hamacaran como espectros.
Todo estaba cubierto de telarañas
y espesas capas de polvo. Era una habitación altísima unida a la parte superior por una escalera en la
que faltaban varios peldaños. En el centro había una mesa medio destruida con seis sillas apolilladas, y al costado un gran
baúl. En la pared más larga colgaba
un enorme cuadro en el que aparecían
retratadas tres personas y un perro:
un hombre mayor, sentado en una de
las sillas que estaban junto a la mesa,
flanqueado por una mujer y un muchacho
de unos 20 ó 25 años, en cuyo rostro
se combinaban la nariz ganchuda de la
madre y las orejas de murciélago del
padre. A los pies del hombre, un
perro de hocico afilado y lengua
jadeante.
Los cuatro tenían cierto
diabólico brillo en la
mirada, algo casi imperceptible
al primer vistazo, que tras la observación minuciosa resultaba lo más llamativo del cuadro. Al contemplar la pintura con detenimiento
parecía que en ella sólo
estuvieran esas cuatro miradas terribles.
Para contemplar el cuadro, Matías Elías Díaz dio una vuelta
alrededor del baúl y luego
se sentó sobre su tapa. Él
y su amiga habían quedado como magnetizados
por esas caras que contemplaron
largamente. La mano del chico
golpeaba nerviosa contra el lado izquierdo del
baúl, mientras sus ojos permanecían fijos en
los ojos del cuadro.
De pronto crujieron las maderas en el piso superior. Los niños
se miraron y cada uno
vio en el otro el reflejo
del espanto. ¿Pasos? ¿Eran pasos? ¿De quién? Algo instintivo empujó a los niños a ocultarse: Matías Elías
Díaz levantó la tapa
del baúl, se metió en él y esperó
un interminable segundo que su amiguita se decidiera a imitarlo.
Los ruidos se repitieron.
Matías trató de espiar a
través de la cerradura del baúl, pero nada
vio excepto una franjita de la pared
opuesta, iluminada apenas por los
últimos reflejos del atardecer que
se metían por la puerta que habían
dejado abierta.
Permanecieron más de media hora sentados dentro del baúl.
Después los ruidos
se escucharon más próximos y
el niño pudo avistar desde su
mirador que quien los producía era... ¡un enorme ratón! El animal estaba ahora sobre la mesa y al
moverse rasguñaba la madera
limpiando de polvo la
tabla.
—Bah, era eso -exclamó Matías, mientras se incorporaba
levantando la tapa del
baúl.
En ese instante sucedió algo rarísimo. Los dos sintieron
que eran arrastrados por
una extraña fuerza. Aunque
esa sensación duró apenas un segundo
(como si durante ese tiempo hubieran
estado en medio de un invisible
remolino), cuando se recobraron apenas tuvieron una fracción de tiempo para mirar alrededor y salir corriendo.
Al llegar hasta el lugar donde habían dejado las bicicletas
vieron con horror que ambas
habían desaparecido. Corrieron
hacia el camino y no pararon hasta diez minutos después.
—¿Viste? ¡No estaba el baúl!
Cuando pasó "eso", desapareció el baúl.
—¡Sí! Y me parece que los muebles no estaban en el mismo
lugar.
—¡Y el cuadro! Ese cuadro horrible también desapareció.
—Vamos,
sigamos corriendo.
Continuaron
a la carrera en dirección
al pueblo, tropezando a cada momento
en medio de la amenazante oscuridad.