viernes, 15 de febrero de 2013

LA CASA MALDITA CAP 2


Capítulo 2

Eran unas quince cuadras las que debían pedalear los niños pero demo­raron como si fueran ciento veintiocho. Quizá la carga les impidiera andar más ligero: llevaban fósforos, una gomera y una bolsa con piedras. O tal vez el indisimulable miedo tornara lento el pe­daleo aunque ellos se dieran ánimo di­ciendo que seguramente en la casa no habría nada.
Dejaron las bicicletas ocultas de­trás de unos matorrales y subieron por una pequeña loma para desde allí ob­servar la casa. Nada parecía moverse en ella y mucho menos los ventanales que en realidad mantenían sus postigos ce­rrados. Sólo la ventana de abajo estaba a medias abierta y hasta podía obser­varse el detalle de un vidrio roto (obra del viento, seguro).
Matías Elías Díaz miró esa ven­tana con detenimiento y apartó la vista ni bien pasó por su cabeza la idea de que, de haber alguien en la casa, seguro se asomaría por allí. Un rápido esca­lofrío recorrió su cuerpo y algo pareci­do debió ocurrir con Irene Rene Levene, porque ésta de pronto se aferró al brazo de su compañero ejerciendo en él cierta temblorosa presión. El chico, para dar y darse confianza, afirmó con despreocupado tono:
—Bah... es un caserón abandonado.
—Sí, sí, no debe haber nada adentro -contestó su amiga-. Lo mejor que podemos hacer es volvernos.
Matías Elías Díaz la retuvo de la manga obligándola a quedarse.
Caminaron agazapados hasta la casa, ocultándose de trecho en trecho detrás de las matas de yuyales o de los arbustos que rodeaban al caserón. No había nada que se moviera ni nada se escuchaba pero precisamente eso azora­ba a los niños: la quietud, el silencio, daban la sensación de una vaga hostili­dad, como si alguien se mantuviera al acecho, vigilara.
Era una casa de dos pisos que siempre debió tener ese aspecto de crip­ta, de helada bóveda de cementerio. Las hierbas brotaban entre quebraduras del piso y se adherían a las paredes con­fundiéndose con el musgo que trepaba hasta los ventanales. Nadie hubiera podido vivir allí.
A un costado había un aljibe,se­co, como pudo comprobar Matías Elías Díaz al dejar caer por su oscura boca una piedra que tardó varios segundos en golpear el fondo. Luego los chicos avanzaron hacia la puerta de entrada, un ruidoso maderamen apolillado.
Fue necesario que ambos se mi­raran a los ojos para poder alargar los brazos y empujar la puerta.
El prolongado chirrido de las bi­sagras pareció, querido lector, el grito agónico de ¡una bestia herida!


El chico apoyó su espalda en la puerta y gritó con toda su alma:
—¡Papá, necesito plata para comprarme una revista!
—¡No ves que estoy trabajando! ¿Qué querés?
—Plata para una revista.
—¿Te creíste que soy millonario? Basta de comprar esas revistas de por­quería; ¿por qué no escuchas el noti­ciero en la radio o te lustras los zapa­tos? ¿No te parece más divertido?
—Una revista quiero.
—Está bien. Decíle a tu madre que te dé plata y por favor no vuelvas a interrumpirme que tengo que termi­nar esto.
—¿Qué es? ¿Un cuento de miedo?
—Sí, de miedo. Y de ciencia fic­ción. Transcurre en el año 1990, dentro de 40 años. Cuando termine te lo doy para que lo leas.
—¿En 1990? ¿Cómo vivirá la gente en ese año?
—En realidad son dos chicos que viven en esa época pero luego viajan en
el tiempo y retroceden al 1950. Bueno, anda. Tengo que seguir escribiendo.
El chico salió de la habitación, haciendo chimar nuevamente la puerta. El escritor pudo continuar.
Mientras se deslizaba hacia el in­terior. Matías Elías Díaz pensó que den­tro de la casa, en la espesa negrura que lo recibía, habría seres horribles, espan­tosos monstruos, aun peores que esas espeluznantes criaturas que veía en las revistas que jamás dejaba de comprarle su querido padre.
Una vez adentro, encendió un tembloroso fósforo que al iluminar hizo que las sombras se hamacaran como espectros. Todo estaba cubierto de telarañas y espesas capas de polvo. Era una habitación altísima unida a la parte superior por una escalera en la que faltaban varios peldaños. En el centro había una mesa medio destruida con seis sillas apolilladas, y al costado un gran baúl. En la pared más larga col­gaba un enorme cuadro en el que aparecían retratadas tres personas y un perro: un hombre mayor, sentado en una de las sillas que estaban junto a la mesa, flanqueado por una mujer y un muchacho de unos 20 ó 25 años, en cuyo rostro se combinaban la nariz ganchuda de la madre y las orejas de murciélago del padre. A los pies del hombre, un perro de hocico afilado y lengua jadeante.
Los cuatro tenían cierto diabólico brillo en la mirada, algo casi impercep­tible al primer vistazo, que tras la ob­servación minuciosa resultaba lo más llamativo del cuadro. Al contemplar la pintura con detenimiento parecía que en ella sólo estuvieran esas cuatro miradas terribles.
Para contemplar el cuadro, Ma­tías Elías Díaz dio una vuelta alrededor del baúl y luego se sentó sobre su tapa. Él y su amiga habían quedado como magnetizados por esas caras que con­templaron largamente. La mano del chico golpeaba nerviosa contra el lado izquierdo del baúl, mientras sus ojos permanecían fijos en los ojos del cuadro.
De pronto crujieron las maderas en el piso superior. Los niños se mi­raron y cada uno vio en el otro el refle­jo del espanto. ¿Pasos? ¿Eran pasos? ¿De quién? Algo instintivo empujó a los niños a ocultarse: Matías Elías Díaz levantó la tapa del baúl, se metió en él y esperó un interminable segundo que su amiguita se decidiera a imitarlo.
Los ruidos se repitieron. Matías trató de espiar a través de la cerradura del baúl, pero nada vio excepto una franjita de la pared opuesta, iluminada apenas por los últimos reflejos del atardecer que se metían por la puerta que habían dejado abierta.
Permanecieron más de media hora sentados dentro del baúl. Des­pués los ruidos se escucharon más próximos y el niño pudo avistar desde su mirador que quien los producía era... ¡un enorme ratón! El animal estaba ahora sobre la mesa y al moverse ras­guñaba la madera limpiando de polvo la tabla.
—Bah, era eso -exclamó Matías, mientras se incorporaba levantando la tapa del baúl.
En ese instante sucedió algo rarísimo. Los dos sintieron que eran arrastrados por una extraña fuerza. Aunque esa sensación duró apenas un segundo (como si durante ese tiempo hubieran estado en medio de un invisi­ble remolino), cuando se recobraron apenas tuvieron una fracción de tiempo para mirar alrededor y salir corriendo.
Al llegar hasta el lugar donde habían dejado las bicicletas vieron con horror que ambas habían desaparecido. Corrieron hacia el camino y no pararon hasta diez minutos después.
—¿Viste? ¡No estaba el baúl! Cuando pasó "eso", desapareció el baúl.


—¡Sí! Y me parece que los mue­bles no estaban en el mismo lugar.
—¡Y el cuadro! Ese cuadro ho­rrible también desapareció.
—Vamos, sigamos corriendo.
Continuaron a la carrera en di­rección al pueblo, tropezando a cada momento en medio de la amenazante oscuridad.



jueves, 14 de febrero de 2013

LA CASA MALDITA CAP 1

LA CASA MALDITA NOVELA DE RICARDO MARIÑO
CAPÍTULO 1

Si uno se deja llevar por el título, la casa estaba maldita. Se trataba de un antiguo caserón construido quién sabe cuándo a orillas de un camino que con el tiempo se fue cubriendo de malezas, ya que nadie se animaba a transitar por allí.
Hacía mucho que la gente evitaba pasar por sus inmediaciones y quienes recordaban la vieja edificación -parroquianos del almacén, viejas exageradas, gente gustosa de agrandar cuanto oía- hablaban de extraños movimientos de siluetas en el segundo piso, puertas que golpeaban estrepitosamente y chillidos abominables, inhumanos, que aun a la distancia ponían carne de gallina y aterrorizaban al testigo ocasional.
Se decía que allí continuaba "viviendo" la siniestra familia Vanderruil, que había morado en la casa hacía más de sesenta años. No faltaba quien asegurara haber visto al menor de los Vanderruil, en jorobado Victorius, caminando en compañía de su feroz mastín, el perro desaparecido el día que enterraron a su dueño. Había también un vecino que juraba haber visto al viejo Vanderruil azotando a su esquelético caballo en las cercanías de la casa maldita y hasta decía haber escuchado las estridentes carcajadas del anciano, las mismas siniestras risotadas que los más antiguos del pueblo -juraban- le habían escuchado alguna vez.
Así comenzaba el relato.
Después, al escritor se le ocurrió hacer que un niño de once años fuera un a noche a investigar la casa, acompañado por una amiguita de su misma edad.
¿Por qué esa desagradable determinación? ¿Por qué meter a dos criaturas en ese sitio espantoso en lugar de recurrir por ejemplo a una docena de los hombres más fuertes del pueblo, armados con elementos adecuados? Y sobre todo ¿por qué de noche? ¿Qué le costaba al escritor, si de todas formas se trataba de un cuento, hacer que el niño fuera en compañía de toda su pandilla y durante una mañana luminosa y radiante? Pero no.
El niño se llamaba Aldo Osvaldo Basualdo y era el hijo número 32 de una familia dedicada a la cría de codornices gigantes de Moldavia, cuyos huevos comercializaba con...
El escritor releyó el párrafo y de¬cidió efectuar algunas correcciones:
Matías Elías Díaz llevaba por nombre el rapazuelo y era el hijo único de una familia que a la entrada del pueblo tenía una casa de ventas de anclas para embarcaciones de gran calado. Como tratábase de un pueblo mediterráneo al cual ni siquiera rozaba un ria¬cho menor, la familia del pequeño Matías se encontraba sumida en la pobreza. Durante días los Díaz no proba¬ban bocado y, mientras esperaban el día en que acertara a entrar al negocio alguien interesado en las anclas, entreteníanse escuchando el angustioso ruido de sus estómagos hambrientos...
Los lectores -pensó el escritor-conmovidos por la penosa situación del niño protagonista y su familia, no van a prestar atención suficiente a la extraña aventura en que se vio comprometido el muchacho. Decidió, entonces, cambiar algunos elementos de ese párrafo. Como tratábase de un pueblo mediterráneo al cual ni siquiera le pasa¬ba cerca un pequeño arroyito, el negocio de la familia Díaz gozaba de no¬table prosperidad. Dado que jamás se había visto por allí un barco, todo lo relacionado con la navegación era adorado por la gente de la zona. No había en varios kilómetros a la redonda quien no hubiera adquirido un ancla al padre de Matías (el viejo Matías Díaz) para luego colocarla amorosamente en medio del jardín o en un rincón del living.
El pequeño Matías iba a la es¬cuela por la mañana. Al lector le interesará saber que en el momento de esta historia el niño terminaba de cursar el último grado de la primaria tras padecer por nueve meses a una maestra apodada "la cocodrilo".
Por la tarde el niño ayudaba en el negocio de su padre: confecciona¬ba el listado de precios de las nuevas anclas, pintaba pizarras con la ofertas del día que luego colocaba en la puerta del establecimiento, o bien iba a co¬brar las cuotas a los clientes que habían adquirido anclas mediante el ventajoso "plan de ahorro previo".
Fue precisamente en una de esas oportunidades en que andaba de co¬branza en su bicicleta cuando avistó la "casa maldita". En ese momento no se animó a acercarse pero sí tomó la re¬solución de hacerlo al día siguiente acompañado por su fiel amiguita Irene Rene Levene. Conocía perfectamente a Irene: aunque la idea la aterrorizaba igual aceptaría acompañarlo con tal de no demostrar debilidad.
Al día siguiente, al atardecer, cuando Matías Elías Díaz terminó de ayudar a su padre, él y la amiga mon¬taron en sus bicicletas rumbo a la "casa maldita".